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Me he aferrado al resplandor de los olvidos.
Me he entregado a la lucidez de la locura.
Con desesperante dulzura fingida, y risas extraídas de algún cuento de hadas, con el mismo ímpetu que utiliza la rabia, cuando se apodera de mi. Con el anhelo de destrucción que haría irreconocible un rostro como el mío. Cómo el gato que se entrega malignamente a las caricias del amo, como la melodía sufriente que se empapa de mi tristeza para convertirla en desesperación, la desesperación en rabia, y la rabia en deseo de muerte. Me he entregado sin poner restricción alguna a la lucidez de la locura.
Mi alma se ha convertido en una audaz caricatura diseñada por algún dibujante hastiado del dibujo. Quisiera recordar, que no hay tristezas eternas, ni ilusiones perdidas más allá del lugar en dónde se separan todas las miradas, que no debiera dejarme abatir por el impulso de la rabia, hambrienta de resignaciones. También quisiera que la inocencia no fuera un saludo noble de la conciencia madura, que no escuchara en mi propia prisión gritos sin sentido cada vez que la música deja de sonar. Que los fantasmas se fueran, que el mundo fuera más que eso. Que nadie pudiera reprocharme lo que día a día yo misma no dejo de reprocharme, que no existiera la maldita sentencia de un avanzar ilusorio. Anhelo con ansias exasperantes que las voces no sean vacías en mis oídos, que mis palabras no sean ligeras, que la lucidez no sea una tosca utopía de la perfección.